miércoles, 29 de agosto de 2007

Tezto pa desligarme de responsabilidades de poca inspiración.

Este post es solo para pedir disculpas y podríamos decir que detener un poco la asidua y insistente petición de mis amigos, los lectores, que me piden textos mas textos mas algún texto. No estoy muy inspirado óptimamente y es por eso que no afloran a la luz textos como antes. Estoy si bien no muy inspirado, trabajando en varios textos al mismo tiempo y intento lograr hacer cosas diferentes y que me exíga mas. Solamente eso, pido disculpas y seguramente suba poemas o como yo llamo letras de canciones que no tienen música por mi sordera. Besos amigos y cualquier inquietud, pueden solicitarme al mail Lucas_martinetti@hotmail.com

La entregadora.

Cada muerte de avispa una muchacha me manda regalos que van de libros con poemas verídicos, notas musicales escondidas en azúcar impalpable o recetas de ventiscas o lloviznas con consejos para despistar a la soledad.
La entregadora tiene la inaudita facilidad de regarme y hacerme florecer. Nunca es quien me alcanza los regalos a la puerta de mi casa siempre mandaba a amigas o compañeras de su trabajo (con la lejanía de estos hechos lo puedo ahora afirmar).
La primera vez una amiga de ella me dio gentilmente el regalo y yo tuve una rara sensación. Haciéndose pasar por una muchacha del correo, me regalo un sobre de madera con algo que pesaba y un cartelito con mi nombre y sin estampilla y sin sello y sin algo por el estilo.
Yo sin firmar ninguna planilla me di cuenta que no era una situación normal o bien actuada. La despedí con una voz un poco tímida, me surgieron las ganas de repartirle un beso en su mejilla porque creía que no era lo que en realidad, no era. Igual el surgimiento se opaca siempre con la luz de la timidez. Salí rápido cuando se cerró la puerta y con suma precaución abrí lentamente el sobre y no soy adepto al famoso ritual de romper el papel sin mucho reparo. En el interior del paquete había un libro de mi autor preferido, que bueno.
Cuando leí su nombre en la cartita adosada al libro… tan despojada y a la vez tan impactante me di cuenta de que… las puntas del segmento rojo de mi boca se deslizaron hacía arriba para formar la famosa media luna.
Mi corazón bostezando me dijo entre irónico y desganado latió diciendo que la entregadora estaba en la esquina de mi casa. Ni su corazonada y mi sensación habían fallado.
Ella pasado el tiempo confeso su temor y me contó que se había quedado con la noche estrellada esperando en la verdulería de la esquina hasta que yo me vaya a la oscuridad del interior.
Luego las entregas se repetían como la misa de los religiosos. A veces avivadas con sutilezas que a veces ni yo reparaba en ellas. Eso ya no me importaba, ella me importaba.
Los regalos llegaban, yo hacía bromas leves con las amigas por la situación, cerraba la puerta de casa y me ponía a saltar con zapatos lustrados con resortes o entonaba sonatas bellísimas pero improvisadas por lo cual nunca yo las recuerdo porque no quiero callar el encanto.
Esta entregadora nunca dio la cara. Todavía no se ha dignado a entregarse a mí. Tal ves haya sufrido con anterioridad y es por esto que no quiere brindarse a brindar conmigo.
Yo no me entrego, pero me puedo dejar prestar por unos ratos.

martes, 14 de agosto de 2007

La mujer que odió a las Nereidas.

Estaba de pie con el calor de la mañana, descalza entre el pastizal húmedo de rocío y en sensación de estar en nada, mirando la pradera ya florecida en los comienzos de la primavera. Su cabello oscuro como petróleo jugaba con la brisa y se perfumaba del mismo. Sus pies planos estaban un poco lastimados luego de la superación de un verano e invierno atípico. El otoño lo dejaron afuera porque había sido típico.
Su vestido largo hasta un poco más allá de las rodillas desentonaba apenas con el cielo teñido de la luz primaveral. Aburrida en la espera de su amado se tiró de una sutil colina donde descansaban jazmines y comenzó a rodar para quitarse el extracto del perfume del dolor que llevaba hacía rato. No sabía mientras jugaba si detenerse o llorar. Cuando se detuvo porque no había más colina, lloró. Luego se sentó en una altura justa para ver si llegaba su amor en la lejanía. Para pasar el rato, que se terminaría por convertir en día, armó una corona de jazmines que con su pelo resaltarían indudablemente. Le dolía, pero con una tijera corto flor por flor.
Panegyotis no llegaba aún y su amada la Venus de Cnido se impacientaba en lo largo de la espera. El sol que se notaba ya un poco cansado, comenzó sigilosamente a retirarse para ir a dormir. Tímidamente se iba desperezando entre los bostezos la luna.
Mientras ella inquietante de tanto llorar de tanto jazmín y de tanto esperar vacío, él (me refiero a Panegyotis) estaba en la taberna con las mujeres más hermosas del mundo, es decir las Nereidas. Las tan amadas Nereidas que, a diferencia a las mujeres de hoy en día, eran respetadas. Respetadas simplemente por algo más inteligente que el miedo a las mismas. Estas perfectas te seducen, te engatusan y te enmudecen para siempre. Las Nereidas son damas inocentes pero a su vez almas malvadas. Como la mismísima naturaleza que nos cobija y también nos mata por la espalda con un simple susurro.
Panegyotis entones se deslumbraba y poseía el amor de las más hermosas Nereidas, la envidia no sana de los hombres y el deseo de amor real de una mujer, la Venus de Cnido.
Entre la bruma nocturna de la llegada de la luna apareció por fin el tal Panegyotis, un poco desmejorado, eso sí. Como si hubiera dado un paseo por la muerte. Tenía una tonalidad amarilla oriental en todo su perímetro desnudo (llevaba algo de ropa). Su sonrisa se esforzaba para parecerse a la de siempre, no lo lograba. Venus de Cnido atolondrada derramó otro llanto, ésta vez feliz y tropezó por intentar ir lo más rápido hacía Panegyotis. Los pies planos muy cansados sangraba por el esfuerzo. Con una fuerza que no poseían ya sus pies le dijo: “Amor mío, al fin has llegado hasta mí. Yo no creía lo que me decían sobre tú y las Nereidas. Tu amor es mi locura. Te amo amor mío”.
Tantas palabras de amor fueron contestadas con lo peor que le pueden hacer a una mujer enamorada, silencio. Ella intentó no oír el silencio y se consterno en observarlo. La primera impresión no fue nada buena. La tercera ni se la imaginan. Además de que Panegyotis estaba muy mal físicamente, no emitía luego de la observación sonido alguno. Venus de Cnido temía lo peor. Sin embargo todavía tenía la esperanza de que lo que se imaginaba no era cierto. Pensó en timidez. ¿Y lo que decían los demás sobre el engaño de su amado? Pensó en no pensar.
Lo tomó de los hombros con poca carne en ellos y le preguntó si había sido interceptado por las muchachas de bello vello dorado. Él sin emitir una respuesta clara para pasar de la incertidumbre a la certidumbre esbozó con esfuerzo lo siguiente: Las Nereidas… Las señoras… Nereidas… Hermosas… Es estupendo… Rubias… Todo el cabello rubio…
La certidumbre la desplomó como un disparar en la sien a secas y sin aviso. La Venus de Cnido parecía derretirse a pesar de la puesta del sol. Arrodillada no paraba de llorar. Él también lo hacía. Su vestido se embarró y ahora sí combinaba con el cielo. Ella estaba enajenada. Él estaba callado, era su nuevo idioma. Para evitar el mal momento (era imposible) él movía sus manos como si peinaran el pelo de su amada. Pero sólo tocaba la corona de jazmines, como para despejar dudas. Esa flor es la que representa a las Nereidas y se dice que cuando enamoran a un hombre le marcan el lugar del encuentro con dicha flor.
Percatándose de tales hechos e imaginándose a su estúpido amor con las Nereidas enloqueció totalmente. Se levanto sucia por el barro. Tiró con pasión la corona de flores y la pisó con las violetas de su sangre. Lo besó con asco y le dijo que se prepare para ahora si instalarse en la muerte y no viajar de paso (parecía haber leído lo anterior). Sus manos blancas y filosas desbastaron lo poco que le quedaba a Panegyotis. Comenzó por los ojos clavando sus índices y así en un abrir y cerrar de ojos quedo ciego. Luego, no conforme aún, tomó la tijera podadora y la corto. No sean mal pensados, la lengua cortó. Y ahí se detuvo con su famosa risa maliciosa.
Panegyotis sólo lloraba sangre espesa, por ser la primera vez. La hermosa Venus de Cnido se acercó para que lo oyera y le dijo: “Me voy para siempre. Ahora es más desde que sientas el olor a jazmín me recordaras en lo que te queda en la vida. Ya esta bien así, no ves lo que paso, pensé que jamás iba a pasar. Lamentablemente nadie detiene el amor en un lugar. Solo recuerdo tu voz: “Las Nereidas… Las señoras… Nereidas… Hermosas… Es estupendo… Rubias… Todo el cabello rubio… Sólo quedamos tú y yo en la inmensidad. No podré vivir sin ti, lo se, quebrada en mi soledad”. Se fue sin rumbo.
Sobre la nueva madrugada Panegyotis se acostó en la infinita calma. La mañana disipo las aguas, cuando despertó no dijo nada. Solo lloró alguna gota de sangre porque el viento traía consigo aroma de jazmines.
Triste la Venus de Cnido decidió darle fin a todo y fue en busca de Praxitiles, el escultor de moda en la antigua Grecia. Cuando lo encontró le pidió una escultura con su figura. Éste aceptó debido a su peculiar belleza, me refiero a la Venus. Pero le dijo que si él creaba su escultura ella moriría luego. Así entonces aceptó sin dudarlo. Antes se rasuró su cúspide endrina con una navaja que ¡Oh casualidad!, estaba ahí. Se mecía en un asiento de barbero como si estuviera en un barco a la deriva. Mirando el cabello negro del suelo repetía sin cesar: Rubias… Solo rubias… Todo el cabello rubio… Rubias…
Completamente calva se tiró a nadar por el mármol líquido y oscuro. Fue así entonces como murió la Venus de Cnido y su figura fue retratada por Praxitiles en la piedra oscura, sin cabello y con una corona de jazmines.
En su epitafio tallado a cincel decía: “El mal no es el que entra en la boca del hombre. El mal es el que no sale de ella. Cuando estés mal visita a tu peluquero amigo”.

domingo, 5 de agosto de 2007

Natalia, sus julepes.

Si sueno machista, es problema de quien me lee. Las mujeres por lo general se asustan de casi todo, y por ende gritan. Si sueno feminista, es para quedar bien con las mujeres que me están leyendo. Los hombres por lo general se asustan cuando gritan fuerte y sacan una criatura de su vientre. Más porque no habían tenido un contacto de tono intimista y no interpretan que fueron vulgarmente burros.
Natalia es una mujer de armas dejar. Es decir, Natalia no sale a la calle, pide un café en un bar, agradece al mozo, espera que se aleje un poco, cruje sus dientes y aplaude dos veces para llamar la atención del mozo que se aleja con la bandeja como con una rueda de auxilio. Éste se acerca sonrojado pensando algo pornográfico y ésta le pide que traiga otro café porque esta frío. Jamás haría eso. Y no porque no deba, si te traen un café frío no lo aceptes. Es como aceptar una tortilla española con pedazos de estropajo o sopa condimentada con jabón en polvo.
Natalia no hace su reclamo justo por temor a que el mozo piense mal de ella. Así se queda sin tomar su coffe… sus malditos pudores. Cuando anden por bares y vean en las mesas pocillos de agua marrón sin movimiento y sin huellas de labios que hayan besado el borde de contención, fue por miedo a ser mal atendido en otra oportunidad o temor a que el nuevo café, (va a venir más caliente que lo convencional), tenga una sustancia insípida que traerá retorcijones fuleros.
Natalia tiene una pequeña libreta de color rosado, lo único que tiene rosado. El color que detesta. En la libreta, además de anotar fechas de cumpleaños y teléfonos que no le interesan, transcribe pesadillas. Una ayuda memoria que ahora llaman fósfo o vita. Dejando de lado las bromas pesadas de su amigo el obeso, como por ejemplo ranas de plástico en dormir de bolsas y más frecuentemente interrumpía la electricidad haciendo saltar los tapones para dejarla turbia. Hay un par de páginas impares. Realmente destacadas por sobre las demás, un poco obvio. La letra se muestra más grande que el resto y además se encuentran como remarcadas en sus trazos varias veces, más obvio.
Allí hay un solo fin que se puede sacar a grandes rasgos, miedo a la vejez.
En la pesadilla que se puede leer decía… Yo de niña salía con pequeños brincos de mi habitación para ir a jugar a la plaza con las nenas a la manzana en la hora de la siesta. Con mi elástico en las manos esperaba sentada en el descanso de mármol de la puerta de casa. El sol era agobiante en el verano argentino. La brisa de entonces parecía que venía de la ventana del infierno, la tierra que revoloteaba se pegaba a los poros de mi piel y me producía fiebre. Yo sedienta de algo fresco, entré por el camino anterior para tomar un vaso con líquido. Al volver de la cocina a la puerta, precisamente en el zaguán encontré una carta. Brillaba en el cemento dejándome ciega por instantes. “Es una mala pero que linda costumbre robar correspondencia, aunque no la robe, si el cartero no sabe leer la numeración no es mi problema”, se dijo divertido su cerebro sin exteriorizarlo. La casualidad había generado que no estuviera presente en el momento que el cartero dejara la carta. Me senté en el mármol de espera, que para mi fría alegría, parecía congelado. No pudiendo fingir su ingenuidad, miró el celeste pastel de arriba y agradeció no haber estado un ratito atrás apretujando el sobre con dedos emocionados entre su falda. Mis manos menos emocionadas se estiraron para agarrar el elástico que había quedado en mi sombra. Mi paso siguiente fue leer lo escrito. Mientras ella lee, yo les cuento que la carta estaba dirigida por una amiga de Natalia a otra amiga de la anterior nombrada. Una de ellas era la que iría a jugar a la plaza, la otra no podía salir por su baja presión por altura desmesurada. Sus aceitunas en la lectura se hicieron carozos de durazno con pupila con forma de interrogación.
La carta se titulaba: “Las pesadillas de nuestra amiga Natalia me tienen totalmente saturada porque no le encontré todavía un sentido a sus dichos y realmente exaspera que me las comente y sólo me habla de eso y no se su primo que me fascina, para mí que me tiene celos y no me quiere hacer gancho, ya me voy a vengar, ¿Vos me ayudas? Espero tu respuesta”. La emisora no había asistido a la clase de títulos cortos para cartas envenenadas de malos dichos. Una pena.
Mi psiquiatra recibido, (el no recibido es mi espejo, oyente de penas), me dio una clase del tema y su explicación fue contundente y reveladora. Para él las pesadillas son preocupaciones intensas y continuas. Es decir, los sueños son sueños y por eso aparecen desordenados y uno lo interpreta como quiere o conviene. La pesadilla es la pesadilla. Y ésta la sabes de principio a fin. No le agregas nada, no le sacas nada, solo pesa. Allí ella, Natalia, se veía vieja, sola, aburrida de vivir por no tener motivos. No se si les pasa pero uno siempre exagera, inventa o deforma la versión que soñó en un sueño y no el de una pesadilla.
Luego me veía desde la última fila del cine en la pantalla. Mi nacimiento, mi cuerpo violeta, el beso de papá en la frente de mi mami cuando me alzó la enfermera, un pedacito de mi cordón umbilical tirado al tacho, mi primer pesaje, mi primer llanto, mi primer diente, mi primer estornudo, la primera vez que use la pelela, mi bautismo, mis primeras Navidades, mi primer helado. Todo lo que no recordaba de mi infancia. Y así de un salto fugaz me vi egresar del secundario con el pelo espolvoreado de harina y chorreado de mostaza. Y pausa. Cambio de capitulo. Pantalla en negro. La imagen que apareció me dejo atónita. Yo estaba dentro del cuerpo de mi amiga que no me quería y que le mandaba cartas a mi otra amiga que me quería un poco. Desde el cuerpo ajeno apreciaba sin aprecio el entierro de Natalia, su entierro. Mejor dicho de su cuerpo, el alma es la persona. Me di cuenta que la vejez es la consagración del espíritu. Superándolo volví a mi y festejando mi cumpleaños, volviendo a la vida en la pesadilla y manteniéndola en un plano te tinte metafísico. Fue una terrible tragedia dentro de la victoria.
El despertador limpió la cera de su tímpano crepitando el descanso. Como un ovni voló hasta la flor que ríe con agua tibia de lluvia purificadora, todo para ir aceptable a su trabajo. Secándose el pelo y cepillando el alma, achinaba sus ojos pensando en la pesadilla. Sonrió tranquila, estaba nublado en el otoño.
Natalia vive hoy en día corriendo a su niñez, caminando serena su presente con algún buen tropezón y esquivando con un salto sin paracaídas a la muerte de la vejez en soledad.