miércoles, 29 de agosto de 2007

La entregadora.

Cada muerte de avispa una muchacha me manda regalos que van de libros con poemas verídicos, notas musicales escondidas en azúcar impalpable o recetas de ventiscas o lloviznas con consejos para despistar a la soledad.
La entregadora tiene la inaudita facilidad de regarme y hacerme florecer. Nunca es quien me alcanza los regalos a la puerta de mi casa siempre mandaba a amigas o compañeras de su trabajo (con la lejanía de estos hechos lo puedo ahora afirmar).
La primera vez una amiga de ella me dio gentilmente el regalo y yo tuve una rara sensación. Haciéndose pasar por una muchacha del correo, me regalo un sobre de madera con algo que pesaba y un cartelito con mi nombre y sin estampilla y sin sello y sin algo por el estilo.
Yo sin firmar ninguna planilla me di cuenta que no era una situación normal o bien actuada. La despedí con una voz un poco tímida, me surgieron las ganas de repartirle un beso en su mejilla porque creía que no era lo que en realidad, no era. Igual el surgimiento se opaca siempre con la luz de la timidez. Salí rápido cuando se cerró la puerta y con suma precaución abrí lentamente el sobre y no soy adepto al famoso ritual de romper el papel sin mucho reparo. En el interior del paquete había un libro de mi autor preferido, que bueno.
Cuando leí su nombre en la cartita adosada al libro… tan despojada y a la vez tan impactante me di cuenta de que… las puntas del segmento rojo de mi boca se deslizaron hacía arriba para formar la famosa media luna.
Mi corazón bostezando me dijo entre irónico y desganado latió diciendo que la entregadora estaba en la esquina de mi casa. Ni su corazonada y mi sensación habían fallado.
Ella pasado el tiempo confeso su temor y me contó que se había quedado con la noche estrellada esperando en la verdulería de la esquina hasta que yo me vaya a la oscuridad del interior.
Luego las entregas se repetían como la misa de los religiosos. A veces avivadas con sutilezas que a veces ni yo reparaba en ellas. Eso ya no me importaba, ella me importaba.
Los regalos llegaban, yo hacía bromas leves con las amigas por la situación, cerraba la puerta de casa y me ponía a saltar con zapatos lustrados con resortes o entonaba sonatas bellísimas pero improvisadas por lo cual nunca yo las recuerdo porque no quiero callar el encanto.
Esta entregadora nunca dio la cara. Todavía no se ha dignado a entregarse a mí. Tal ves haya sufrido con anterioridad y es por esto que no quiere brindarse a brindar conmigo.
Yo no me entrego, pero me puedo dejar prestar por unos ratos.

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