jueves, 27 de diciembre de 2012

Porque el amor es un peligro

Hong Kong, 1963. En esa ilusión de humo y risas se despidieron a escondidas. Ella humedeció sus labios (no pudo ser menos sensual). Se despidió en voz baja: “no debemos ser como los demás. No me olvides”.

Todo habita en un lugar recóndito, escondido y fuera de toda lógica. Es un secreto hermético y a su vez cálido. Su pasión esperará la llegada de una intérprete que descubra las formas.

La intensa lluvia en los momentos más desesperados. En un accidente automovilístico, la señorita Li-Zhen, muere al instante. La vida que sigue alrededor y la sensualidad, su sencillez compleja.

Silencio. Silencio que se refleja en su rostro impregnado de dolor suave y sus ojos simétricamente rasgados. Una simple habitación ahora vacía. El tenue rememorar del roce de la piel fresca.

Porque el amor es un peligro. Hubiera sido peor no haber amado. 



martes, 18 de diciembre de 2012

Anonimato fugaz

El silencio se entibió ante el perpetuo sol,
dejando dos objetos soportando el arte.

Hubo intensidad en el vibrante juego del beso,
queriendo la sofisticada condensación mental.

Invito entonces al anonimato fugaz,
para perder penas y la misma cruz crepitante.

Las manos de noche planetaria sujetan fuerte;
invitame a visitar la inerte magia del río blando.

Se quemaron diversos corazones terminados,
vacilantes a la espera de la revolución.

Hubo lunas y fogatas en diversos años,
aunque solo necesite un insólito escrito viejo.

Metáfora en la boca, un recuerdo,
el cielo alto le llegue a ofrecer.

Así salvé una vida después,
circunstancia humana la libertad.

Misteriosa agua llena de música,
primavera encendida que separa y viene.

Siempre enamorado el primer día,
sin poder controlar la muerte lenta.

En torno a un romántico pequeño,
y las tumbas de una intimidad.

En la sombra de la luz de tus ojos,
hasta cambiar lo sucedido, deseo.







viernes, 23 de noviembre de 2012

Los amigos de Roger Casement


No es verdad lo que relato en su última novela. Realmente me ha dolido leer sus palabras y también su éxito. Reconozco que su forma de escribir es indudablemente superior a la mía y no es bueno ser rencoroso. Pero aún sabiéndome inferior se que tengo una ventaja considerable en la comparación: digo la verdad. Doy detalles que solo yo viví. Escribiré los recuerdos, los momentos necesarios y lo desconocido.
Esta vez, comenzar por el principio, no tiene demasiado sentido. Incluso puedo arriesgar que el próximo relato carecería de profundidad si fuese contado como comúnmente se debiera contar. O como ya se hizo. Murió de un paro cardíaco, para los que no se empaparon en el asunto, y cuando muere alguien con estirpe famosa empieza a suscitarse una serie de pensamientos encadenados que se resuelven, en resumen, en eruditas blasfemias.
El señor Roger Casement supo fingir entre tantas cosas su propia muerte. Necesitó, eso sí, de la desinteresada colaboración de un par de amigos, de su mano derecha y confidente John Galsworthy y del recuerdo de su madre, una mujer de extraña belleza hasta los últimos días, armada de una sonrisa que iluminaba los escenarios más recónditos. No podemos dejar de mencionar que los varios vasos de whisky (sin hielo) hicieron estragos en su vida: llego a aprovechar el temblar de su mano para airear el alcohol y beber solo a sorbos largos. Para el señor Roger Casement, que su madre haya perdido la memoria a tan temprana edad fue algo inexplicable y atroz, un golpe duro. El amor igual siguió intacto. Le quedaba el consuelo del recuerdo de una despedida entre aplausos.
John Galsworthy lo telefoneó una fría mañana, cuando la neblina se apoderaba de la zona. El señor Roger Casement, muy dormido, con la ropa del día anterior, sujetó el tubo negro y oyó palabras entrecortadas por su sueño pesado; anotó como pudo una dirección en su libreta que siempre lo acompañaba, se percató que la pluma de tinta negra había manchado parte de sus yemas; y se reincorporó (aún más cansado que antes) para mirar por la ventana, donde el sol aún permanecía ausente.
La convicción moral, también política, pero sobre todas las cosas moral, hicieron claudicar su accionar colonialista. Se rehúso a utilizar a los nativos de esclavos.  Como cónsul del gobierno británico, el señor Roger Casement, viajó al África. Desde luego que prohibió las mutilaciones, la apropiación de riquezas naturales y los asesinatos injustificados.
George Bernard Shaw se había comunicado con John Galsworthy para darle la mala noticia. A todo esto el señor Roger Casement se encontraba triste. Profundamente movilizado por lo que se avecinaba. Solía desayunar con la tranquilidad de un niño y la estirpe de un anciano. Seguía mirando por la ventana y disfrutaba de una taza de loza repleta de un café humeante y oscuro. Era uno de esos tantos días en los que el frío de Dublín parte los huesos y los sueños. A algunos eso les engendraba un considerable sentimiento de malhumor.
El señor Roger Casement se puso su mejor camisa almidonada y mucho abrigo pesado. Antes de partir se dirigió al baño sombrío, se posicionó frente al espejo y observó detenidamente su rostro en el ovalo reflector. Se desconocía.
John Galsworthy no paraba de fumar. El humo de sus cigarrillos rubios se fundía con la espesa neblina. Su nariz, pequeña, estaba sumamente roja. Uno podría pensar que era a causa del frío, aunque a pesar de la extremada temperatura baja John Galsworthy en sus venas solo tenía alcohol. Su auto estaba en marcha al igual que sus nervios. En el puerto solo iban y venían gaviotas blanco plateado.
El señor Roger Casement se disponía a salir de lo que momentáneamente había sido su vivienda. Antes de que su cuerpo atravesara el umbral su mirada recobró fuerza e inspeccionó todo a su alrededor. Esa acción contenía un sentir de despedida. Cerró la puerta sin hacer ruido. Dejó caer su pesado abrigo de zorro rojizo, fue hasta su habitación y sustrajo del pequeño cajón de su mesa de luz un lápiz labial de carey dorado. Sobre su mesa tenía el manuscrito de un amigo, los trazos eran firmes y lánguidos, contradicción interesante, más aún si tenemos en cuenta que el señor Roger Casement disfrutó de aquella amistad epistolar con Marcel Proust, y el honor de tener entre sus objetos de valor el manuscrito a tinta de “Los placeres y los días” lo seguía reconfortando. Un mal hedonista y casi romántico los unía sin palabras. Por primera vez en mucho tiempo una sonrisa similar a la de su madre se apoderó de su rostro.
Allá, a lo lejos, comenzaba a haber movimiento en el puerto. Casi llegado el mediodía George Bernard Shaw haría pública su ruptura matrimonial. Se llegó a mencionar a terceros involucrados. George Bernard Shaw declararía luego que cuando uno se apodera de una costumbre lo único que queda es aburrirse. John Galsworthy creemos que vería en esas palabras una epifanía lúcida. Esa escueta frase, que con tanto ingenio vertía al aire su amigo George Bernard Shaw, hubiera servido de escudo para lidiar diferentes circunstancias tortuosas.
La señora Kitty Warren doblaba sus prendas con suma tranquilidad. Se podría decir con un aire sobrador, como si nada la estuviera afectando. Ella debía empacar e irse lo más pronto posible. Su cabello estaba aún empapado. El cuerpo pálido completamente desnudo. Las gotas de un reciente baño se evaporaban al calor de la chimenea que cada tanto sofocaba. Sus ojos eran perfectamente simétricos y con un brillo pícaro. Decidió descansar y se precipitó, con fragilidad de porcelana, sobre su lecho. Sus manos se volvían tensas al igual que sus delicadas pantorrillas. Tomaban la posición del espasmo esfinteriano. Su pelo empapado se le venía a los ojos perfectamente simétricos y con un brillo pícaro. Empezó a frotarse suavemente, como en los inicios de la inexperiencia. Sus piernas se iban relajando. Pero la idea de tensarlas, ahora adrede, la hacían sonrojar y excitar furtivamente. Las sábanas tomaban con precisión la tesitura del cuerpo desnudo. Se aflojaba su lengua y con su otra mano rozaba el labio inferior de su boca carnosa. Dejaba escapar el aire con bocanadas breves. Acabó en paz. Una mueca de desconsuelo se apoderaba de su ser. Aunque su gracia etérea todo lo disimulaba.
La timidez, a veces, se apoderaba de George Bernard Shaw. Eso se manifestaba en su habla, se volvía sutilmente más pausado, como si recurriera a examinar prodigiosamente cada palabra que entonaría. Le contaría, al señor Roger Casement, que había conocido a una mujer de ensueño, por quien la vida tomaba un sentido hondo y alegre. Susurraría junto al tubo a una frase que fue inmediatamente garabateada en un papel amarillento: “Mis deseos caminan sobre la tierra de mi jardín. Ahora tú caminas, firme,  sobre él.” Así comenzaría, años más tarde, la obra de teatro La profesión de la señora Warren.
El señor Roger Casement regresó al baño y miró nuevamente su rostro, ahora con un rictus de felicidad. Quizás un tanto añejado por sinsabores de una vida dura e imperfecta. Pero el temor a perder algo sopeso la esperanza, es por eso que el señor Roger Casement aplacó su dolor profundo con un silencio de ultratumba y con un hábil movimiento desprendió el capuchón del lápiz labial. Sus manos delicadas y sus dedos extremadamente delgados y largos como los de un eximio taquígrafo lo hicieron girar hasta que apareció la punta filosa. El tono carmín de la barra pegajosa le recordaba la tibieza de la sangre. Pensó unos segundos frente al espejo y cerró los ojos.
      George Bernard Shaw sabía que había perdido a Kitty Warren; también era consciente que los distintos acontecimientos simultáneos y aleatorios que se enlazaban a aquella decisión bien mentada, sobre su resolución de fin, no era condescendiente a la presurosa muerte de su íntimo amigo. Entre palabras trastabilladas se dirigió a su amigo John Galsworthy y solicitó que informara el dato preciso del verdadero paradero del señor Roger Casement.
Por otro lado, John Galsworthy, no pudo tolerar el ominoso preludio que acosa a un hombre que decide su muerte: la soledad. Quitó de la guantera de su auto y bebió los resabios de una petaca de metal.
    Tenía la habilidad de recordar con una exactitud puntillosa acontecimientos de su vida. No en todo sentido, sino más bien referidos a sus relaciones amorosas. Había comentado que el amor es uno de los momentos más emotivos de la vida de cualquier persona, pero lo que comúnmente se llama “verdadero amor” ocurre una vez y esto, en efecto es enigmático para el enamorado, arrebatado por la vasoconstricción y obnubilado por el rapto amoroso. Aún así, obstinado el señor Roger Casement en recordar absolutamente todas sus experiencias sexuales, hacía esfuerzos por olvidar los fantasmas del pasado al rasgar las páginas de su diario negro. En ése sentido, evadir la abrumadora inmediatez del mundo armado de la punzante morfología de su pluma, guardaba innumerables simililitudes con el puño firme de un convicto, decidido a enterrar de un golpe seco la navaja en el pecho de un ser sin convicciones.   
     La pasión se tornaba obsoleta y es por ello que cada suspiro se anudaba a la espera de que algún día Joseph Conrad se aventurase a pasar a la eternidad de los amantes del señor Roger Casement. Nunca ocurrió, aunque la alegría de la esperanza al menos lo confortaba.
Era tan joven y tan viejo. De origen polaco, con una presencia que no pasaba desapercibida. Tenía aires de intelectual, pero no abusaba de los mismos. Su voz pálida y su extremada seriedad lo hacían aún más interesante. Verlo generaba una conmoción. Su inteligencia no era para cualquiera, pero un momento con él, era lo mejor que podía sentir el señor Roger Casement.
George Bernard Shaw entraba en un lapso de incertidumbre. Para un dedicado hombre, afín a moldear con las palabras deseos de otros, el bloqueo mental al que era sometido, últimamente, lo atormentaba a tal punto de querer sentirse en otras pieles. En ocasiones se reprochaba un cierto distanciamiento al pensamiento lógico que lo había hecho mundialmente famoso. Esto, entonces, daba inicio a una intuitiva sabiduría, iniciada en el simple e irónico relato de los avatares del cotidiano existir, revolucionándolos simplemente con la complejidad del lenguaje.
Un joven apuesto y de aspecto varonil estaba merodeando a todo momento en su cabeza. El señor Roger Casement se mantenía escondido en tierras germanas y dicha situación lo atormentaba. La lejanía le quitaba fuerzas y las heridas de un exilio involuntario se profundizaban como fuertes vendavales. El llamado de su amigo fue necesario. Especificando con interesante conmoción y su propia crueldad, ya detallada anteriormente, dedicó parte de sus últimas noches a traspasar al papel y a la eternidad, todo lo vivido en su trayectoria de viaje.
Conan Doyle lo entregó. Apresado por deudas con el fisco se vio obligado a dar información de donde se encontraba refugiado el señor Roger Casement. También informó a su amigo George Bernard Shaw que haga lo posible para comunicarle a alguien que lo buscaban para asesinarlo, porque era un personaje mal visto por el poder político y así una amenaza para la corona inglesa. El señor Roger Casement se vio entonces forzado a  escapar de Alemania hacia sus tierras frías que eran en su actualidad del asunto misteriosas. Sabiendo que era muy complicado salvarse decidió junto con sus amistades regresar al país. Si lo que le esperaba era la muerte que fuera en un lugar al menos bien conocido. Se agigantaría con el tiempo su figura y su humanismo que brinda palpable admiración.  
Quien hubiera imaginado que el amor nacería en un burdel estaría mintiendo. Era un buen lugar para esconder heridas y amplificar la hombría. Uno debería por respeto a quienes se ven involucrados intentar ser lo menos específico pero es necesario aclarar que la señora Kitty Warren fue prostituta a muy temprana edad. Simplemente tuvo que evitar morir de malaria. Y ejercer la prostitución fue el camino indicado desde su dilatada y libidinosa pupila para emerger de la mugre. A pesar de las quemaduras que el roce de los cuerpos marcó en su piel, Kitty Warren se pensó a sí misma una ninfa virginal tras aquel encuentro con George Bernard Shaw. Supo ser autosuficiente y educada. Durante esos años de su vida, ella honradamente, rechazó dos propuestas de matrimonio: una de un hombre gordo y petiso con una voz aflautada y rala barba que oficiaba de gerente en un banco cercano a la plaza central y otro un tenista que debía casarse para satisfacer a su padre que estaba a punto de morir. Es decir, respondía a cierta ética ajena y esclavizante, la misma ética que la instó a enseñar las muñecas al ojear las cadenas de George Bernard Shaw. A dicha mujer le debe un agradecimiento al empujarlo a subirse a una bicicleta. Siempre que se subía a una se sentía un relámpago.
El hedor de las dársenas se impregnaba en las ropas, flotando a merced del viento, en la negra oscuridad, de un puerto desolado. Oyó un murmullo de niños riendo y balbuceando palabras indescifrables. Sí, un murmullo infantil. John Galsworthy miró tras sus hombros intentando encontrar de donde provenían los sonidos. Comenzó a tener fuertes palpitaciones. Su petaca cayó al frío pavimento, pues una sensación de mareo lo conmovió, y debió apoyarse sobre el capó de su viejo Mercedes Benz. La risa de los niños se magnificó y John Galsworthy deseo ser sordo y no recordar.
Era el momento de la retirada o del regreso, como prefieran, el señor Roger Casement iniciaba el viaje, sin mucho espamento, a su cuidad natal. Un buque alemán lo dejaría en las orillas de Londres y allí con artilugios considerablemente dificultosos debía llegar a Dublín para dar por terminado su exilio y quizás sobrevivir. La idea de formar un ejército con los prisioneros de guerra que se hallaban en Hamburgo para arremeter denodadamente al pueblo Ingles no llegaría a concretarse. Si bien fueron equipados con armamento para poder defenderse y atacarlos, por cuestiones que excedían al mismísimo señor Roger Casement, no se consiguió aunar a los hombres que formarían la fuerza de choque irlandesa y la futura guerra nunca vería la luz.
Los detalles naturalistas y desgarradores han sido reflejados en el decisivo “Informe Congo”. Allí dio a conocer los pormenores de una irrisoria cifra de diez mil nativos exterminados por la consecuente explotación.
El afán de caer al vacío, transformarse en un recuerdo, sobreponerse para que nunca se concrete el olvido: fue arrebatado por el destino. Un verdadero estado de aflicción cardíaca y todo desaparecía: el sonido, el movimiento, la cobardía, el escalofrío punzante y la vana idolatría de que el pronunciamiento de la sentencia no se realizará. Ahora la existencia real del sufrimiento y el futuro de un martíl condenado que la historia reivindicaría. John Galsworthy abrumado, seguramente, ideó antes de caer del precipicio, que acabar de una buena vez con su vida lo dejaría tranquilo. Fue muy comentado el hecho en sí, pero realmente esto no ocurrió. John Galsworthy nunca se suicido. El paso alcohólico, quizás, jugó una mala pasada a la espera de su amigo el señor Roger Casement. Pero en realidad se acercó hasta un límite poco imaginado. Un fuerte dolor en el pecho, paro cardíaco, y el devenir de un escritor que siempre amó una promesa incumplida y la vida.
George Bernard Shaw se reducía a cenizas. Nunca llegó a someterse a su fuerte deseo de ser poeta. Su típico carácter irlandés, alegre, simpático, precisamente oportuno para salir con la frase justa y chispeante, fueron parte de su vida diaria. Conquistó miles de sonrisas con sus ocurrencias. La muerte repentina de su amigo John Galsworthy complico sus últimos años. Fue prematuramente competente en la dramaturgia y ese calificativo mermó su idea de ser poeta. Además el señor Roger Casement le imprimió en su inconsciente una frase que fue letal: músico, poeta y loco. Pues el binomio de  cualidades, la primera y la última, eran reconocidas por sus amigos (su afición a la música ha sido ya mencionada al igual que sus excentricidades que le confiscaron el segundo calificativo). George Bernard Shaw nunca escribió un poema. 
Una vez detenido, fue conducido a Londres, donde fue sometido a un severo interrogatorio. Estando allí estalló la sublevación, por lo que fue acusado de alta traición y sentenciado a morir ahorcado. Esperó su ejecución en la prisión londinense de Pentonville. Las críticas de quienes podrían ser sus adversarios nunca lo llegaron a mortificar. La nueva visión del  mundo, es decir, la caída de un colonialismo, que nunca llego a solventar, simplemente al entender que era la mera demostración del ejercicio de poder desmedido, a la cuál el señor Roger Casement no se quería emparentar.
El indulto nunca llego. Finalmente el señor  Roger Casement fue ahorcado. Había dejado escrito en un pequeño espejo ovalado de un frío baño de Alemania, con delicada letra con lápiz labial: “No le crean nunca a esta persona”. 

Versión extendida.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Balcón (en la galería del museo)

Te busco y te pierdo en la galería del museo entre lienzos secos y esculturas de nivel subjetivo. Mejor dicho y para ser extremadamente exacto nos veremos en el balcón (oscuro, por la noche, nos encontraremos, donde sabes, un beso y amor) que nos permite observar envidiosos la facultad de derecho situado en la poluta avenida Figueroa Alcorta. Luego se disuelve, apenas en el fin, el azúcar morena en un mordisco con cenizas de relámpago. Otro maldito intento. Una nueva mañana. Hoy y después los gestos se pierden entre la arquitectura sin discusión por clásica. No incluyo tu sonrisa que se mantiene como mi única verdad. Impenetrable. Hiciste un aspaviento (espamento en la vulgaridad que hoy nos rodea como roedores sucios) tan violento y parecido a una falsa reflexión. Nos sumergimos en un presagio que se vuelve una inevitable ilustración de una remera mal estampada. Y la caricia minuciosa de tu mano me sofoca al mismo tiempo que me seduce. Pensaba mucho si valía la pena decirlo o no. De todas maneras tú eres el que tiene que juzgar. Hacer coincidir a dos es un problema. Me dio un poco de lástima esto último que tuve que decir. Me iba a poner a llorar, me surgieron ganas incluso, pero primero hay que afeitarse y ser decente. El cuarto quedará otra vez libre y limpio (manera de decir). Sin éxito alguno me callo y muero de entusiasmo. Ahora, liviano, natural y mediocre. Quizás puro de memoria y ligeramente alérgico. Las  sombras que fuimos se tropiezan pero igual ríen con dulce atrocidad. Seremos similares a las cucharitas de metal que desdibujan destellos de una porcelana barata y de épica solemnidad. Recuerdo y me maldigo al instante de la acción cruel. Recuerdo y entiendo que la gente de mi edad no me entiende. Mi destino último y gran recompensa (equivalente) sería llegar a la meta y encontrar lo que siempre busque. Lo que no conozco (puede no existir jamás). Con desenfado de rey lo digo. Tiembla la mano irónica y se aproxima a un eje descarriado que no se podrá ver. Igual lo coherente y armonioso no sucede. Profundamente me convenzo de ello y para ellos. Comienza la clausura de un ciclo que arrancó y no terminará. Mi proceso mental me cansa y la reacción es su sentido de segunda parte que no vale la pena porque ya existió. No sigo las instrucciones cariñosas de los estandartes caídos de la facilidad del modelo técnico que es simplemente una continuación. No hay que tomar el impulso sino cortar y arrancar otra cosa. Señor lector esto aquí termina y usted debe empezar a…


martes, 30 de octubre de 2012

Furtivos

Insesiblemente piensas
la noche profunda aprieta
con la locura de un adios
y esa despedida atróz que quema

Mañana bajo el difunto sol
apararece la temprana melancolía
y rigurosa será la vida
si el silencio se hace melodía

Empecinado en bendiciones pasajeras
no existe un cielo sin pena
los amantes furtivos se besan
cuando la imagen es la única idea



lunes, 29 de octubre de 2012

El río manso



Estaba llegando a ese instante en que quiero olvidar y todo se vuelve en contra y uno recuerda minuciosamente todo, absolutamente todo, hasta lo que uno nunca vivió.
El viento, la piel fría, la sombra inmóvil, el placer de la costumbre, el marchitar del crisantemo, el río manso, el sueño postergado, la vigilia de una espera fructífera, la desolación de un momento, la esperanza fugaz, el rencor hecho carne, la lluvia bailando en el espejo, el mate amargo, las consecuencias, el sujeto y el predicado, el temporal, la espuma de la costa, la novela que espera el roce, el placer casi perverso de despejarse, el atardecer bajo los viejos robles, los posibles errores proscritos, el puñal, el dedo que late en su corte profundo, la tristeza de toda la vida, la caricia sutil en la mejilla, las uñas perfectas de una madre, la casa en silencio, el dinero perdido, lo que nunca se entenderá, el museo vacío, las distancias que dan claridad, la palabra arriesgada como la realidad, los héroes derrotados, el silencio que grita bien fuerte, todos los invitados, otro cuerpo que era indispensable destruir, los instituciones desnudas, la tempestad, el merecimiento implícito, la simultaneidad azarosa, tu mano, los ojos bien abiertos, el labio partido, la fragilidad mutua, la cara pálida, el eco, un amor y el momento exacto.
Empezaba a anochecer. 


jueves, 25 de octubre de 2012

El viejo

Abrió lentamente sus ojos y posó su vista, desentendido, en el cielo raso descascarado por la humedad. El último sol había tendido un sueño profundo en todos los habitantes. Todos quisieron evitar el encuentro, algunos no lo lograron; las cenizas se suspendían en el aire pálido. Llegó. El viejo estaba cansado, un día después encendió un cigarro a escondidas y recordó la última mirada de su padre y el choque violento. 

Sus pensamientos dulces y atormentados. Aunque no lo quisieran se merecía en el final (omitiendo errores menores) amor. No lo supo, pero la crueldad siguió luego. A pesar del aire bullicioso, el alma del viejo observaba preocupado al jardinero que golpeaba sus manos hasta el cansancio, intentando destruir la rigidez de la tierra y lograr plantar unas pequeñas semillas de amapola o un cadáver anciano.

En el último viaje, en cambio, el viejo apareció con un hombre desconocido en el pueblo. No hablaba ningún idioma y su mirada asustada recorría lentamente el lugar.  Desde ese entonces, cuando el viejo salía por unos tragos o recorría a pie los prados rodeado de animales silvestres y se le preguntaba por el hombre desconocido el con un sutil desgarro al hablar (el color de su voz se apagaba) expresaba que era  "el Silencio".

Era una  verdad indiscutible y así en esa pronunciación escueta se lo describía de la forma más perfecta. Era un tipo flaco, alto y oscuro. Tenía la mandíbula como punta de flecha, así de lisa, filosa, incierta y hosca. Sus dedos eran alambres. En las noches profundas su cara se asemejaba a un lobo salvaje de los países nórdicos.

La casa se inundaba. Se iban varios, cada tanto o cada tan poco a veces.  Al principio (entre apuros) aquel rumor podía parecer entretenido, pero de forma subterránea había algo distinto, algo fuerte como una tristeza tal vez. Comenzaba despacio hasta apoderarse del viejo por entero. La desconfianza se afianzaba más rápido que lo habitual. Era capaz de pasarse horas así, mirando a la nada y pensando en todo. Al fin del día quedaba tumbado sobre el piso, empapado de sudor, y se dormía allí mismo. El hombre desconocido se acercaba sigilosamente, apoyaba el revolver en el suelo de forma tal que no implicara ruido sobre la madera y le echaba encima una manta descolorida y lo observaba hasta que también se hacía en él carne el sueño.

No duró mucho esa vida porque con el viejo no había cosa que durase demasiado, lamentablemente. Los instantes de sucumbir fueron siendo menos esporádicos. Por un momento parecía que había sido solo un mal tiempo, pero no. La última semana fue todo un dolor. El hombre desconocido nunca existió. Antes era un tiempo de nitidez y ahora el reloj corre a toda marcha. Nunca estuvo ni nunca estará. El viejo esperaba ver las nubes en el jardín del asilo. De más está decir que lo recuerdo como si fuera hoy. Creo que hoy vienen visitas. El perro vio una mosca verde e intentó morderla. El viejo con esfuerzo lo sujeto del collar y le acaricio la cabeza. Lo tranquilizaba y se tranquilizó.
 




martes, 23 de octubre de 2012

Despedida

Una noche se dejaron. Ella quiso llorar y pensó incluso en finales. Él sintió el fuego interno y la decadencia. Se derrumbaron un par de puentes, un viejo olivo y el futuro crepitó. Allí hay espera y garúa.


jueves, 18 de octubre de 2012

No tuvimos otoño

Despertar invadido por el olor a pan tostado. La manteca que pierde su rigidez de heladera e ingresa a la miga caliente. Levantarse del colchón del piso con la ropa arrugada. Vos cayendo desde las alturas de tu cama con esa cara de perro mojado y esa boca siempre amenazante. Las cosquillas brotarían por doquier. Él y yo conteníamos las risas. Cada tanto uno se vencía (dejándose amar) y brillaba una sonrisa que iluminaba la habitación del campo. Nos damos un beso polar o en su defecto de pez globo. Habría que vivirlo ya que no existe la cura. La carne era fresca. Sus mates éxtasis. El frío y el calor. La paciencia. El té con miel cuando aún seguíamos dormidos o con dolor de garganta. Un almuerzo. El campo florido. Saber que sos mi única verdad. Sabes que sos mi única verdad. Y mentíamos pero simplemente por temor al amor. Paradoja imperdonable. Escuchábamos el agua. El interior presente. Green lover al dejar fluir al amigo fiel. Un baño abandonado. Una cocina abandonada. Un abandono. Allí se engendran futuros sapitos (entre algas y moho). Acá Liniers. Yo de Belgrano. Él de una linda localidad. Sufro tu ausencia. Recuerdo colores de morón. Maquinándome como si fuera tan divertido. Hielo, agua, botella. Te traje una sorpresa. Un corazoncito y el universo. Sobre la oreja de ratón descansa un bicho bolita. Alto ahí: te estoy viendo por la mirilla del olvido. Patas para arriba y patas para abajo. Ser traslucido. Ser misterioso. Y si se avivara (repetir hasta el infinito y el cansancio). Felicitaciones: un moderno quilombo. ¿Y usted que piensa? Como si me entendiera. Ahora somos extraños. Hablemos, cara a cara. Solo vos y yo.

viernes, 12 de octubre de 2012

La pareja idílica en caía libre

Eventualmente, quizás la determinación venga más adelante. Si se consigue uno se sentirá reconfortado y listo para creerse listo. Ahora es momento de sentarse a disfrutar lo que disfruta el cuerpo: el sexo alocado y sin escrúpulos. 
Alice manipula, bajo la arena ardiente, a su ingenuo novio Luc para que cometa el crimen a sangre fría, como prueba de su amor. A él le apasiona de manera extraña la realidad y la ficción. Juego perspicaz. Pictórico. Las esencias, los aceites y las pinceladas aparecen vivas y esporádicas por todos los lados imperceptibles. El cálido antaño y el presente álgido, con todos sus desfiguraciones y placeres; ambos tienen matices, tienen la paleta del pintor que cuenta y que sangra. Se siente abrumado, lleno de errores y , sin embargo, Luc parece estar hecho a la medida de sus sentidos, de esa mirada audaz para seguir el sutil hilo de las observaciones agudas. Incluso, en ocasiones, semeja un voyeurismo errante. Desea levantarse y perder su historia y su realidad. Solo dos personas enfrentadas a sus propias contradicciones, virtudes y miserias
Depende solo de uno el dejar de sufrir, pensó. Se agradece algo de sinceridad y realismo de vez en cuando, sufrió. La pareja idílica en caída libre que respira sin verdad, soñó.  A sus vidas, vivió.


miércoles, 10 de octubre de 2012

Kurosawa amour


Había un ciclo de Kurosawa en la Lugones. Aparece ella, con un kimono ceñido a su frágil estructura. Sus movimientos languidos se apagan con la brisa. Aparece él, con el rostro demacrado y en el fondo del paladar un profundo sabor a sangre oscura. Recuerdo con precisión de deleite el aroma al arroz cocido y té de jazmín. Recuerdo como lentas diapositivas nuestro primer beso y el fin sobreimpreso en la pantalla.

martes, 4 de septiembre de 2012

La misma esencia


Luego de leer estas ciento treinta y cuatro palabras sabrás porque morí. No es broma. Sabía seducir. Me desnudo entre líneas. Tomé todo su veneno. Jamás sabrás mi verdadero nombre. Durante dos o tres minutos perdí la vista. Humo en los ojos. Dormía la noche con un fondo de cristal opaco. No había nadie bailando con la muerte. Sube cinco pisos. Me ata. Obviedad informar que sin mi consentimiento. Sabía seducir. Todavía lo veo. Él suscitaba palabras (creí con fines amorosos). Individuos y mentiras. Sabía seducir. Yo casi romántico. Casi: palabra mediocre y a la vez positiva. Todavía lo veo. Y él me mira. Desnudos nos frotábamos. Su sonrisa entre los dientes se oscurece. Mis ojos se abren al compás. No te vayas. No te pierdas. En mi memoria. Llueve. Y el dolor se desvanece.Vicio barato y complejo: imaginar. Fallé.