martes, 16 de julio de 2013

Calentándose



Había una vez, calentándose
Esto será un poema de amor, calentándose
Una noche de invierno, calentándose
La casa muy vieja, calentándose
Viento en las miradas, calentándose
La boca llena de vino, calentándose
Otro beso, frío, calentándose
La música de orquesta, calentándose
Viajar al mal de los días, calentándose
Dejarnos llevar por olas, calentándose
Un recuerdo que se olvida, calentándose
Las vacaciones en el campo, calentándose
En el fondo, las cosas, algo nuevo, calentándose
Acabar con los ojos abiertos, calentándose
El pánico azota cada tanto, calentándose
El tren llega vacío, calentándose
Observar en cámara lenta, calentándose
Pienso en la falta de humo, calentándose
Emborrachar los pies, calentándose
El agua hierve, calentándose
Ajena, lejano, locos, calentándose



Había una vez, esto será un poema de amor, una noche de invierno, la casa muy vieja, viento en las miradas, la boca llena de vino, otro beso, frío, la música de orquesta, viajar al mal del los días, dejarnos llevar por las olas, un recuerdo que se olvida, las vacaciones en el campo, en el fondo, las cosas, algo nuevo, acabar con los ojos abiertos, el pánico azota cada tanto, el tren llega vacío, observar en cámara lenta, pienso en la falta de humo, emborrachar los pies, el agua hierve, ajena, lejano, locos, calentándose.

jueves, 11 de julio de 2013

Regalo

hoy miro por tus venas
mis ojos van a florecer
hoy siento fuego verde
nocturno que azotará
hoy duermo en humedad

sin la templanza efímera
hoy espero a la mariposa
también se ausenta
hoy converso con la nada
pero presiento tu regalado: siempre.

viernes, 5 de abril de 2013

Lo cotidiano y el olvido


La última vez que vi a mi madre fue cuando se la llevaron de casa en ambulancia a la clínica. Simplemente estuvo alojada tres días. Nunca supe los pormenores de ese momento y creo que tampoco tiene demasiado sentido saberlos. Si sentí, claro está, pero eso esta adentro mío y no puedo dar luz sobre ese anochecer infinito que me acompañará hasta cerrar los ojos. Era verano y no recuerdo sentir calor. Estudiaba, simplemente. Hacía un gran esfuerzo para pensar en otra cosa y lograr la hazaña de no repetir de año (no me lo hubiera perdonado jamás). Todo continuó como pudo hasta entrar en el cause de lo cotidiano y el olvido. Padezco a diario el sonido apagado de su voz que se viene distorcionando sostenidamente hasta convertirse en agua sucia, irreconosible. A pesar de todo agradezco día a día su último regalo: la libertad.

martes, 29 de enero de 2013

Quiero ser justo

quiero ser justo y fugarme
luchar por un bien propio
suicidarme con efectividad
ser padre de un hijo ajeno
no tener mas verguenza
mirarme un rato, feliz
 
 

jueves, 27 de diciembre de 2012

Porque el amor es un peligro

Hong Kong, 1963. En esa ilusión de humo y risas se despidieron a escondidas. Ella humedeció sus labios (no pudo ser menos sensual). Se despidió en voz baja: “no debemos ser como los demás. No me olvides”.

Todo habita en un lugar recóndito, escondido y fuera de toda lógica. Es un secreto hermético y a su vez cálido. Su pasión esperará la llegada de una intérprete que descubra las formas.

La intensa lluvia en los momentos más desesperados. En un accidente automovilístico, la señorita Li-Zhen, muere al instante. La vida que sigue alrededor y la sensualidad, su sencillez compleja.

Silencio. Silencio que se refleja en su rostro impregnado de dolor suave y sus ojos simétricamente rasgados. Una simple habitación ahora vacía. El tenue rememorar del roce de la piel fresca.

Porque el amor es un peligro. Hubiera sido peor no haber amado. 



martes, 18 de diciembre de 2012

Anonimato fugaz

El silencio se entibió ante el perpetuo sol,
dejando dos objetos soportando el arte.

Hubo intensidad en el vibrante juego del beso,
queriendo la sofisticada condensación mental.

Invito entonces al anonimato fugaz,
para perder penas y la misma cruz crepitante.

Las manos de noche planetaria sujetan fuerte;
invitame a visitar la inerte magia del río blando.

Se quemaron diversos corazones terminados,
vacilantes a la espera de la revolución.

Hubo lunas y fogatas en diversos años,
aunque solo necesite un insólito escrito viejo.

Metáfora en la boca, un recuerdo,
el cielo alto le llegue a ofrecer.

Así salvé una vida después,
circunstancia humana la libertad.

Misteriosa agua llena de música,
primavera encendida que separa y viene.

Siempre enamorado el primer día,
sin poder controlar la muerte lenta.

En torno a un romántico pequeño,
y las tumbas de una intimidad.

En la sombra de la luz de tus ojos,
hasta cambiar lo sucedido, deseo.







viernes, 23 de noviembre de 2012

Los amigos de Roger Casement


No es verdad lo que relato en su última novela. Realmente me ha dolido leer sus palabras y también su éxito. Reconozco que su forma de escribir es indudablemente superior a la mía y no es bueno ser rencoroso. Pero aún sabiéndome inferior se que tengo una ventaja considerable en la comparación: digo la verdad. Doy detalles que solo yo viví. Escribiré los recuerdos, los momentos necesarios y lo desconocido.
Esta vez, comenzar por el principio, no tiene demasiado sentido. Incluso puedo arriesgar que el próximo relato carecería de profundidad si fuese contado como comúnmente se debiera contar. O como ya se hizo. Murió de un paro cardíaco, para los que no se empaparon en el asunto, y cuando muere alguien con estirpe famosa empieza a suscitarse una serie de pensamientos encadenados que se resuelven, en resumen, en eruditas blasfemias.
El señor Roger Casement supo fingir entre tantas cosas su propia muerte. Necesitó, eso sí, de la desinteresada colaboración de un par de amigos, de su mano derecha y confidente John Galsworthy y del recuerdo de su madre, una mujer de extraña belleza hasta los últimos días, armada de una sonrisa que iluminaba los escenarios más recónditos. No podemos dejar de mencionar que los varios vasos de whisky (sin hielo) hicieron estragos en su vida: llego a aprovechar el temblar de su mano para airear el alcohol y beber solo a sorbos largos. Para el señor Roger Casement, que su madre haya perdido la memoria a tan temprana edad fue algo inexplicable y atroz, un golpe duro. El amor igual siguió intacto. Le quedaba el consuelo del recuerdo de una despedida entre aplausos.
John Galsworthy lo telefoneó una fría mañana, cuando la neblina se apoderaba de la zona. El señor Roger Casement, muy dormido, con la ropa del día anterior, sujetó el tubo negro y oyó palabras entrecortadas por su sueño pesado; anotó como pudo una dirección en su libreta que siempre lo acompañaba, se percató que la pluma de tinta negra había manchado parte de sus yemas; y se reincorporó (aún más cansado que antes) para mirar por la ventana, donde el sol aún permanecía ausente.
La convicción moral, también política, pero sobre todas las cosas moral, hicieron claudicar su accionar colonialista. Se rehúso a utilizar a los nativos de esclavos.  Como cónsul del gobierno británico, el señor Roger Casement, viajó al África. Desde luego que prohibió las mutilaciones, la apropiación de riquezas naturales y los asesinatos injustificados.
George Bernard Shaw se había comunicado con John Galsworthy para darle la mala noticia. A todo esto el señor Roger Casement se encontraba triste. Profundamente movilizado por lo que se avecinaba. Solía desayunar con la tranquilidad de un niño y la estirpe de un anciano. Seguía mirando por la ventana y disfrutaba de una taza de loza repleta de un café humeante y oscuro. Era uno de esos tantos días en los que el frío de Dublín parte los huesos y los sueños. A algunos eso les engendraba un considerable sentimiento de malhumor.
El señor Roger Casement se puso su mejor camisa almidonada y mucho abrigo pesado. Antes de partir se dirigió al baño sombrío, se posicionó frente al espejo y observó detenidamente su rostro en el ovalo reflector. Se desconocía.
John Galsworthy no paraba de fumar. El humo de sus cigarrillos rubios se fundía con la espesa neblina. Su nariz, pequeña, estaba sumamente roja. Uno podría pensar que era a causa del frío, aunque a pesar de la extremada temperatura baja John Galsworthy en sus venas solo tenía alcohol. Su auto estaba en marcha al igual que sus nervios. En el puerto solo iban y venían gaviotas blanco plateado.
El señor Roger Casement se disponía a salir de lo que momentáneamente había sido su vivienda. Antes de que su cuerpo atravesara el umbral su mirada recobró fuerza e inspeccionó todo a su alrededor. Esa acción contenía un sentir de despedida. Cerró la puerta sin hacer ruido. Dejó caer su pesado abrigo de zorro rojizo, fue hasta su habitación y sustrajo del pequeño cajón de su mesa de luz un lápiz labial de carey dorado. Sobre su mesa tenía el manuscrito de un amigo, los trazos eran firmes y lánguidos, contradicción interesante, más aún si tenemos en cuenta que el señor Roger Casement disfrutó de aquella amistad epistolar con Marcel Proust, y el honor de tener entre sus objetos de valor el manuscrito a tinta de “Los placeres y los días” lo seguía reconfortando. Un mal hedonista y casi romántico los unía sin palabras. Por primera vez en mucho tiempo una sonrisa similar a la de su madre se apoderó de su rostro.
Allá, a lo lejos, comenzaba a haber movimiento en el puerto. Casi llegado el mediodía George Bernard Shaw haría pública su ruptura matrimonial. Se llegó a mencionar a terceros involucrados. George Bernard Shaw declararía luego que cuando uno se apodera de una costumbre lo único que queda es aburrirse. John Galsworthy creemos que vería en esas palabras una epifanía lúcida. Esa escueta frase, que con tanto ingenio vertía al aire su amigo George Bernard Shaw, hubiera servido de escudo para lidiar diferentes circunstancias tortuosas.
La señora Kitty Warren doblaba sus prendas con suma tranquilidad. Se podría decir con un aire sobrador, como si nada la estuviera afectando. Ella debía empacar e irse lo más pronto posible. Su cabello estaba aún empapado. El cuerpo pálido completamente desnudo. Las gotas de un reciente baño se evaporaban al calor de la chimenea que cada tanto sofocaba. Sus ojos eran perfectamente simétricos y con un brillo pícaro. Decidió descansar y se precipitó, con fragilidad de porcelana, sobre su lecho. Sus manos se volvían tensas al igual que sus delicadas pantorrillas. Tomaban la posición del espasmo esfinteriano. Su pelo empapado se le venía a los ojos perfectamente simétricos y con un brillo pícaro. Empezó a frotarse suavemente, como en los inicios de la inexperiencia. Sus piernas se iban relajando. Pero la idea de tensarlas, ahora adrede, la hacían sonrojar y excitar furtivamente. Las sábanas tomaban con precisión la tesitura del cuerpo desnudo. Se aflojaba su lengua y con su otra mano rozaba el labio inferior de su boca carnosa. Dejaba escapar el aire con bocanadas breves. Acabó en paz. Una mueca de desconsuelo se apoderaba de su ser. Aunque su gracia etérea todo lo disimulaba.
La timidez, a veces, se apoderaba de George Bernard Shaw. Eso se manifestaba en su habla, se volvía sutilmente más pausado, como si recurriera a examinar prodigiosamente cada palabra que entonaría. Le contaría, al señor Roger Casement, que había conocido a una mujer de ensueño, por quien la vida tomaba un sentido hondo y alegre. Susurraría junto al tubo a una frase que fue inmediatamente garabateada en un papel amarillento: “Mis deseos caminan sobre la tierra de mi jardín. Ahora tú caminas, firme,  sobre él.” Así comenzaría, años más tarde, la obra de teatro La profesión de la señora Warren.
El señor Roger Casement regresó al baño y miró nuevamente su rostro, ahora con un rictus de felicidad. Quizás un tanto añejado por sinsabores de una vida dura e imperfecta. Pero el temor a perder algo sopeso la esperanza, es por eso que el señor Roger Casement aplacó su dolor profundo con un silencio de ultratumba y con un hábil movimiento desprendió el capuchón del lápiz labial. Sus manos delicadas y sus dedos extremadamente delgados y largos como los de un eximio taquígrafo lo hicieron girar hasta que apareció la punta filosa. El tono carmín de la barra pegajosa le recordaba la tibieza de la sangre. Pensó unos segundos frente al espejo y cerró los ojos.
      George Bernard Shaw sabía que había perdido a Kitty Warren; también era consciente que los distintos acontecimientos simultáneos y aleatorios que se enlazaban a aquella decisión bien mentada, sobre su resolución de fin, no era condescendiente a la presurosa muerte de su íntimo amigo. Entre palabras trastabilladas se dirigió a su amigo John Galsworthy y solicitó que informara el dato preciso del verdadero paradero del señor Roger Casement.
Por otro lado, John Galsworthy, no pudo tolerar el ominoso preludio que acosa a un hombre que decide su muerte: la soledad. Quitó de la guantera de su auto y bebió los resabios de una petaca de metal.
    Tenía la habilidad de recordar con una exactitud puntillosa acontecimientos de su vida. No en todo sentido, sino más bien referidos a sus relaciones amorosas. Había comentado que el amor es uno de los momentos más emotivos de la vida de cualquier persona, pero lo que comúnmente se llama “verdadero amor” ocurre una vez y esto, en efecto es enigmático para el enamorado, arrebatado por la vasoconstricción y obnubilado por el rapto amoroso. Aún así, obstinado el señor Roger Casement en recordar absolutamente todas sus experiencias sexuales, hacía esfuerzos por olvidar los fantasmas del pasado al rasgar las páginas de su diario negro. En ése sentido, evadir la abrumadora inmediatez del mundo armado de la punzante morfología de su pluma, guardaba innumerables simililitudes con el puño firme de un convicto, decidido a enterrar de un golpe seco la navaja en el pecho de un ser sin convicciones.   
     La pasión se tornaba obsoleta y es por ello que cada suspiro se anudaba a la espera de que algún día Joseph Conrad se aventurase a pasar a la eternidad de los amantes del señor Roger Casement. Nunca ocurrió, aunque la alegría de la esperanza al menos lo confortaba.
Era tan joven y tan viejo. De origen polaco, con una presencia que no pasaba desapercibida. Tenía aires de intelectual, pero no abusaba de los mismos. Su voz pálida y su extremada seriedad lo hacían aún más interesante. Verlo generaba una conmoción. Su inteligencia no era para cualquiera, pero un momento con él, era lo mejor que podía sentir el señor Roger Casement.
George Bernard Shaw entraba en un lapso de incertidumbre. Para un dedicado hombre, afín a moldear con las palabras deseos de otros, el bloqueo mental al que era sometido, últimamente, lo atormentaba a tal punto de querer sentirse en otras pieles. En ocasiones se reprochaba un cierto distanciamiento al pensamiento lógico que lo había hecho mundialmente famoso. Esto, entonces, daba inicio a una intuitiva sabiduría, iniciada en el simple e irónico relato de los avatares del cotidiano existir, revolucionándolos simplemente con la complejidad del lenguaje.
Un joven apuesto y de aspecto varonil estaba merodeando a todo momento en su cabeza. El señor Roger Casement se mantenía escondido en tierras germanas y dicha situación lo atormentaba. La lejanía le quitaba fuerzas y las heridas de un exilio involuntario se profundizaban como fuertes vendavales. El llamado de su amigo fue necesario. Especificando con interesante conmoción y su propia crueldad, ya detallada anteriormente, dedicó parte de sus últimas noches a traspasar al papel y a la eternidad, todo lo vivido en su trayectoria de viaje.
Conan Doyle lo entregó. Apresado por deudas con el fisco se vio obligado a dar información de donde se encontraba refugiado el señor Roger Casement. También informó a su amigo George Bernard Shaw que haga lo posible para comunicarle a alguien que lo buscaban para asesinarlo, porque era un personaje mal visto por el poder político y así una amenaza para la corona inglesa. El señor Roger Casement se vio entonces forzado a  escapar de Alemania hacia sus tierras frías que eran en su actualidad del asunto misteriosas. Sabiendo que era muy complicado salvarse decidió junto con sus amistades regresar al país. Si lo que le esperaba era la muerte que fuera en un lugar al menos bien conocido. Se agigantaría con el tiempo su figura y su humanismo que brinda palpable admiración.  
Quien hubiera imaginado que el amor nacería en un burdel estaría mintiendo. Era un buen lugar para esconder heridas y amplificar la hombría. Uno debería por respeto a quienes se ven involucrados intentar ser lo menos específico pero es necesario aclarar que la señora Kitty Warren fue prostituta a muy temprana edad. Simplemente tuvo que evitar morir de malaria. Y ejercer la prostitución fue el camino indicado desde su dilatada y libidinosa pupila para emerger de la mugre. A pesar de las quemaduras que el roce de los cuerpos marcó en su piel, Kitty Warren se pensó a sí misma una ninfa virginal tras aquel encuentro con George Bernard Shaw. Supo ser autosuficiente y educada. Durante esos años de su vida, ella honradamente, rechazó dos propuestas de matrimonio: una de un hombre gordo y petiso con una voz aflautada y rala barba que oficiaba de gerente en un banco cercano a la plaza central y otro un tenista que debía casarse para satisfacer a su padre que estaba a punto de morir. Es decir, respondía a cierta ética ajena y esclavizante, la misma ética que la instó a enseñar las muñecas al ojear las cadenas de George Bernard Shaw. A dicha mujer le debe un agradecimiento al empujarlo a subirse a una bicicleta. Siempre que se subía a una se sentía un relámpago.
El hedor de las dársenas se impregnaba en las ropas, flotando a merced del viento, en la negra oscuridad, de un puerto desolado. Oyó un murmullo de niños riendo y balbuceando palabras indescifrables. Sí, un murmullo infantil. John Galsworthy miró tras sus hombros intentando encontrar de donde provenían los sonidos. Comenzó a tener fuertes palpitaciones. Su petaca cayó al frío pavimento, pues una sensación de mareo lo conmovió, y debió apoyarse sobre el capó de su viejo Mercedes Benz. La risa de los niños se magnificó y John Galsworthy deseo ser sordo y no recordar.
Era el momento de la retirada o del regreso, como prefieran, el señor Roger Casement iniciaba el viaje, sin mucho espamento, a su cuidad natal. Un buque alemán lo dejaría en las orillas de Londres y allí con artilugios considerablemente dificultosos debía llegar a Dublín para dar por terminado su exilio y quizás sobrevivir. La idea de formar un ejército con los prisioneros de guerra que se hallaban en Hamburgo para arremeter denodadamente al pueblo Ingles no llegaría a concretarse. Si bien fueron equipados con armamento para poder defenderse y atacarlos, por cuestiones que excedían al mismísimo señor Roger Casement, no se consiguió aunar a los hombres que formarían la fuerza de choque irlandesa y la futura guerra nunca vería la luz.
Los detalles naturalistas y desgarradores han sido reflejados en el decisivo “Informe Congo”. Allí dio a conocer los pormenores de una irrisoria cifra de diez mil nativos exterminados por la consecuente explotación.
El afán de caer al vacío, transformarse en un recuerdo, sobreponerse para que nunca se concrete el olvido: fue arrebatado por el destino. Un verdadero estado de aflicción cardíaca y todo desaparecía: el sonido, el movimiento, la cobardía, el escalofrío punzante y la vana idolatría de que el pronunciamiento de la sentencia no se realizará. Ahora la existencia real del sufrimiento y el futuro de un martíl condenado que la historia reivindicaría. John Galsworthy abrumado, seguramente, ideó antes de caer del precipicio, que acabar de una buena vez con su vida lo dejaría tranquilo. Fue muy comentado el hecho en sí, pero realmente esto no ocurrió. John Galsworthy nunca se suicido. El paso alcohólico, quizás, jugó una mala pasada a la espera de su amigo el señor Roger Casement. Pero en realidad se acercó hasta un límite poco imaginado. Un fuerte dolor en el pecho, paro cardíaco, y el devenir de un escritor que siempre amó una promesa incumplida y la vida.
George Bernard Shaw se reducía a cenizas. Nunca llegó a someterse a su fuerte deseo de ser poeta. Su típico carácter irlandés, alegre, simpático, precisamente oportuno para salir con la frase justa y chispeante, fueron parte de su vida diaria. Conquistó miles de sonrisas con sus ocurrencias. La muerte repentina de su amigo John Galsworthy complico sus últimos años. Fue prematuramente competente en la dramaturgia y ese calificativo mermó su idea de ser poeta. Además el señor Roger Casement le imprimió en su inconsciente una frase que fue letal: músico, poeta y loco. Pues el binomio de  cualidades, la primera y la última, eran reconocidas por sus amigos (su afición a la música ha sido ya mencionada al igual que sus excentricidades que le confiscaron el segundo calificativo). George Bernard Shaw nunca escribió un poema. 
Una vez detenido, fue conducido a Londres, donde fue sometido a un severo interrogatorio. Estando allí estalló la sublevación, por lo que fue acusado de alta traición y sentenciado a morir ahorcado. Esperó su ejecución en la prisión londinense de Pentonville. Las críticas de quienes podrían ser sus adversarios nunca lo llegaron a mortificar. La nueva visión del  mundo, es decir, la caída de un colonialismo, que nunca llego a solventar, simplemente al entender que era la mera demostración del ejercicio de poder desmedido, a la cuál el señor Roger Casement no se quería emparentar.
El indulto nunca llego. Finalmente el señor  Roger Casement fue ahorcado. Había dejado escrito en un pequeño espejo ovalado de un frío baño de Alemania, con delicada letra con lápiz labial: “No le crean nunca a esta persona”. 

Versión extendida.