No es verdad lo que relato en su última
novela. Realmente me ha dolido leer sus palabras y también su éxito. Reconozco
que su forma de escribir es indudablemente superior a la mía y no es bueno ser
rencoroso. Pero aún sabiéndome inferior se que tengo una ventaja considerable
en la comparación: digo la
verdad. Doy detalles que solo yo viví. Escribiré los
recuerdos, los momentos necesarios y lo desconocido.
Esta vez, comenzar por el principio, no
tiene demasiado sentido. Incluso puedo arriesgar que el próximo relato
carecería de profundidad si fuese contado como comúnmente se debiera contar. O
como ya se hizo. Murió de un paro cardíaco, para los que no se empaparon en el
asunto, y cuando muere alguien con estirpe famosa empieza a suscitarse una
serie de pensamientos encadenados que se resuelven, en resumen, en eruditas
blasfemias.
El señor Roger Casement supo fingir entre
tantas cosas su propia muerte. Necesitó, eso sí, de la desinteresada
colaboración de un par de amigos, de su mano derecha y confidente John Galsworthy
y del recuerdo de su madre, una mujer de extraña belleza hasta los últimos
días, armada de una sonrisa que iluminaba los escenarios más recónditos. No
podemos dejar de mencionar que los varios vasos de whisky (sin hielo) hicieron
estragos en su vida: llego a aprovechar el temblar de su mano para airear el
alcohol y beber solo a sorbos largos. Para el señor Roger Casement, que su
madre haya perdido la memoria a tan temprana edad fue algo inexplicable y
atroz, un golpe duro. El amor igual siguió intacto. Le quedaba el consuelo del
recuerdo de una despedida entre aplausos.
John Galsworthy lo telefoneó una fría
mañana, cuando la neblina se apoderaba de la zona. El señor Roger Casement,
muy dormido, con la ropa del día anterior, sujetó el tubo negro y oyó palabras
entrecortadas por su sueño pesado; anotó como pudo una dirección en su libreta
que siempre lo acompañaba, se percató que la pluma de tinta negra había
manchado parte de sus yemas; y se reincorporó (aún más cansado que antes) para
mirar por la ventana, donde el sol aún permanecía ausente.
La convicción moral, también política,
pero sobre todas las cosas moral, hicieron claudicar su accionar colonialista.
Se rehúso a utilizar a los nativos de esclavos.
Como cónsul del gobierno británico, el señor Roger Casement, viajó al
África. Desde luego que prohibió las mutilaciones, la apropiación de riquezas
naturales y los asesinatos injustificados.
George Bernard Shaw se había comunicado
con John Galsworthy para darle la mala noticia. A todo esto el señor Roger Casement
se encontraba triste. Profundamente movilizado por lo que se avecinaba. Solía
desayunar con la tranquilidad de un niño y la estirpe de un anciano. Seguía
mirando por la ventana y disfrutaba de una taza de loza repleta de un café humeante
y oscuro. Era uno de esos tantos días en los que el frío de Dublín parte los
huesos y los sueños. A algunos eso les engendraba un considerable sentimiento
de malhumor.
El señor Roger Casement se puso su mejor
camisa almidonada y mucho abrigo pesado. Antes de partir se dirigió al baño
sombrío, se posicionó frente al espejo y observó detenidamente su rostro en el
ovalo reflector. Se desconocía.
John Galsworthy no paraba de fumar. El
humo de sus cigarrillos rubios se fundía con la espesa neblina. Su nariz, pequeña,
estaba sumamente roja. Uno podría pensar que era a causa del frío, aunque a
pesar de la extremada temperatura baja John Galsworthy en sus venas solo tenía
alcohol. Su auto estaba en marcha al igual que sus nervios. En el puerto solo
iban y venían gaviotas blanco plateado.
El señor Roger Casement se disponía a
salir de lo que momentáneamente había sido su vivienda. Antes de que su cuerpo
atravesara el umbral su mirada recobró fuerza e inspeccionó todo a su
alrededor. Esa acción contenía un sentir de despedida. Cerró la puerta sin
hacer ruido. Dejó caer su pesado abrigo de zorro rojizo, fue hasta su
habitación y sustrajo del pequeño cajón de su mesa de luz un lápiz labial de
carey dorado. Sobre su mesa tenía el manuscrito de un amigo, los trazos eran firmes
y lánguidos, contradicción interesante, más aún si tenemos en cuenta que el
señor Roger Casement disfrutó de aquella amistad epistolar con Marcel Proust, y
el honor de tener entre sus objetos de valor el manuscrito a tinta de “Los placeres
y los días” lo seguía reconfortando. Un mal hedonista y casi romántico los unía
sin palabras. Por primera vez en mucho tiempo una sonrisa similar a la de su
madre se apoderó de su rostro.
Allá, a lo lejos, comenzaba a haber
movimiento en el puerto. Casi llegado el mediodía
George Bernard Shaw haría pública su ruptura matrimonial. Se llegó a mencionar
a terceros involucrados. George Bernard Shaw declararía luego que cuando uno se
apodera de una costumbre lo único que queda es aburrirse. John Galsworthy
creemos que vería en esas palabras una epifanía lúcida. Esa escueta frase, que
con tanto ingenio vertía al aire su amigo George Bernard Shaw, hubiera servido
de escudo para lidiar diferentes circunstancias tortuosas.
La señora Kitty Warren doblaba sus prendas con suma tranquilidad. Se podría
decir con un aire sobrador, como si nada la estuviera afectando. Ella debía
empacar e irse lo más pronto posible. Su cabello estaba aún empapado. El cuerpo
pálido completamente desnudo. Las gotas de un reciente baño se evaporaban al
calor de la chimenea que cada tanto sofocaba. Sus ojos eran perfectamente
simétricos y con un brillo pícaro. Decidió descansar y se precipitó, con
fragilidad de porcelana, sobre su lecho. Sus manos se volvían tensas al igual
que sus delicadas pantorrillas. Tomaban la posición del espasmo esfinteriano. Su
pelo empapado se le venía a los ojos perfectamente simétricos y con un brillo
pícaro. Empezó a frotarse suavemente, como en los inicios de la inexperiencia. Sus
piernas se iban relajando. Pero la idea de tensarlas, ahora adrede, la hacían
sonrojar y excitar furtivamente. Las sábanas tomaban con precisión la tesitura
del cuerpo desnudo. Se aflojaba su lengua y con su otra mano rozaba el labio
inferior de su boca carnosa. Dejaba escapar el aire con bocanadas breves. Acabó
en paz. Una mueca de desconsuelo se apoderaba de su ser. Aunque su gracia
etérea todo lo disimulaba.
La timidez, a veces, se apoderaba de
George Bernard Shaw. Eso se manifestaba en su habla, se volvía sutilmente más
pausado, como si recurriera a examinar prodigiosamente cada palabra que
entonaría. Le contaría, al señor Roger Casement, que había conocido a una mujer
de ensueño, por quien la vida tomaba un sentido hondo y alegre. Susurraría
junto al tubo a una frase que fue inmediatamente garabateada en un papel
amarillento: “Mis deseos caminan sobre la tierra de mi jardín. Ahora tú caminas,
firme, sobre él.” Así comenzaría, años
más tarde, la obra de teatro La profesión de la señora Warren.
El
señor Roger Casement regresó al baño y miró nuevamente su rostro, ahora con un
rictus de felicidad. Quizás un tanto añejado por sinsabores de una vida dura e
imperfecta. Pero el temor a perder algo sopeso la esperanza, es por eso que el
señor Roger Casement aplacó su dolor profundo con un silencio de ultratumba y con
un hábil movimiento desprendió el capuchón del lápiz labial. Sus manos
delicadas y sus dedos extremadamente delgados y largos como los de un eximio taquígrafo
lo hicieron girar hasta que apareció la punta filosa. El tono carmín de la
barra pegajosa le recordaba la tibieza de la sangre. Pensó unos
segundos frente al espejo y cerró los ojos.
George
Bernard Shaw sabía que había perdido a Kitty Warren; también era consciente que
los distintos acontecimientos simultáneos y aleatorios que se enlazaban a aquella
decisión bien mentada, sobre su resolución de fin, no era condescendiente a la presurosa
muerte de su íntimo amigo. Entre palabras trastabilladas se dirigió a su amigo
John Galsworthy y solicitó que informara el dato preciso del verdadero paradero
del señor Roger Casement.
Por otro lado, John Galsworthy, no pudo
tolerar el ominoso preludio que acosa a un hombre que decide su muerte: la soledad. Quitó de
la guantera de su auto y bebió los resabios de una petaca de metal.
Tenía
la habilidad de recordar con una exactitud puntillosa acontecimientos de su
vida. No en todo sentido, sino más bien referidos a sus relaciones amorosas.
Había comentado que el amor es uno de los momentos más emotivos de la vida de
cualquier persona, pero lo que comúnmente se llama “verdadero amor” ocurre una
vez y esto, en efecto es enigmático para el enamorado, arrebatado por la
vasoconstricción y obnubilado por el rapto amoroso. Aún así, obstinado el señor
Roger Casement en recordar absolutamente todas sus experiencias sexuales, hacía
esfuerzos por olvidar los fantasmas del pasado al rasgar las páginas de su
diario negro. En ése sentido, evadir la abrumadora inmediatez del mundo armado
de la punzante morfología de su pluma, guardaba innumerables simililitudes con
el puño firme de un convicto, decidido a enterrar de un golpe seco la navaja en
el pecho de un ser sin convicciones.
La
pasión se tornaba obsoleta y es por ello que cada suspiro se anudaba a la
espera de que algún día Joseph Conrad se aventurase a pasar a la eternidad de
los amantes del señor Roger Casement. Nunca ocurrió, aunque la alegría de la
esperanza al menos lo confortaba.
Era tan joven y tan viejo. De origen
polaco, con una presencia que no pasaba desapercibida. Tenía aires de
intelectual, pero no abusaba de los mismos. Su voz pálida y su extremada
seriedad lo hacían aún más interesante. Verlo generaba una conmoción. Su inteligencia
no era para cualquiera, pero un momento con él, era lo mejor que podía sentir
el señor Roger Casement.
George Bernard Shaw entraba en un lapso
de incertidumbre. Para un dedicado hombre, afín a moldear con las palabras
deseos de otros, el bloqueo mental al que era sometido, últimamente, lo
atormentaba a tal punto de querer sentirse en otras pieles. En ocasiones se
reprochaba un cierto distanciamiento al pensamiento lógico que lo había hecho
mundialmente famoso. Esto, entonces, daba inicio a una intuitiva sabiduría,
iniciada en el simple e irónico relato de los avatares del cotidiano existir,
revolucionándolos simplemente con la complejidad del lenguaje.
Un joven apuesto y de aspecto varonil
estaba merodeando a todo momento en su cabeza. El señor Roger Casement se
mantenía escondido en tierras germanas y dicha situación lo atormentaba. La
lejanía le quitaba fuerzas y las heridas de un exilio involuntario se
profundizaban como fuertes vendavales. El llamado de su amigo fue necesario. Especificando
con interesante conmoción y su propia crueldad, ya detallada anteriormente,
dedicó parte de sus últimas noches a traspasar al papel y a la eternidad, todo
lo vivido en su trayectoria de viaje.
Conan Doyle lo entregó. Apresado por
deudas con el fisco se vio obligado a dar información de donde se encontraba refugiado
el señor Roger Casement. También informó a su amigo George Bernard Shaw que
haga lo posible para comunicarle a alguien que lo buscaban para asesinarlo,
porque era un personaje mal visto por el poder político y así una amenaza para
la corona inglesa. El señor Roger Casement se vio entonces forzado a escapar de Alemania hacia sus tierras frías
que eran en su actualidad del asunto misteriosas. Sabiendo que era muy
complicado salvarse decidió junto con sus amistades regresar al país. Si lo que
le esperaba era la muerte que fuera en un lugar al menos bien conocido. Se
agigantaría con el tiempo su figura y su humanismo que brinda palpable
admiración.
Quien hubiera imaginado que el amor
nacería en un burdel estaría mintiendo. Era un buen lugar para esconder heridas
y amplificar la hombría.
Uno debería por respeto a quienes se ven involucrados
intentar ser lo menos específico pero es necesario aclarar que la señora Kitty Warren
fue prostituta a muy temprana edad. Simplemente tuvo que evitar morir de
malaria. Y ejercer la prostitución fue el camino indicado desde su dilatada y
libidinosa pupila para emerger de la mugre. A pesar de las quemaduras que el roce de
los cuerpos marcó en su piel, Kitty Warren se pensó a sí misma una ninfa
virginal tras aquel encuentro con George Bernard Shaw. Supo ser autosuficiente
y educada. Durante esos años de su vida, ella honradamente, rechazó dos
propuestas de matrimonio: una de un hombre gordo y petiso con una voz aflautada
y rala barba que oficiaba de gerente en un banco cercano a la plaza central y
otro un tenista que debía casarse para satisfacer a su padre que estaba a punto
de morir. Es decir, respondía a cierta ética ajena y esclavizante, la misma
ética que la instó a enseñar las muñecas al ojear las cadenas de George Bernard
Shaw. A dicha mujer le debe un agradecimiento al empujarlo a subirse a una
bicicleta. Siempre que se subía a una se sentía un relámpago.
El hedor de las dársenas se impregnaba en
las ropas, flotando a merced del viento, en la negra oscuridad, de un puerto
desolado. Oyó un murmullo de niños riendo y balbuceando palabras indescifrables.
Sí, un murmullo infantil. John Galsworthy miró tras sus hombros intentando
encontrar de donde provenían los sonidos. Comenzó a tener fuertes
palpitaciones. Su petaca cayó al frío pavimento, pues una sensación de mareo lo
conmovió, y debió apoyarse sobre el capó de su viejo Mercedes Benz. La risa de
los niños se magnificó y John Galsworthy deseo ser sordo y no recordar.
Era el momento de la retirada o del
regreso, como prefieran, el señor Roger Casement iniciaba el viaje, sin mucho
espamento, a su cuidad natal. Un buque alemán lo dejaría en las orillas de Londres
y allí con artilugios considerablemente dificultosos debía llegar a Dublín para
dar por terminado su exilio y quizás sobrevivir. La idea de formar un ejército
con los prisioneros de guerra que se hallaban en Hamburgo para arremeter
denodadamente al pueblo Ingles no llegaría a concretarse. Si bien fueron
equipados con armamento para poder defenderse y atacarlos, por cuestiones que
excedían al mismísimo señor Roger Casement, no se consiguió aunar a los hombres
que formarían la fuerza de choque irlandesa y la futura guerra nunca vería la
luz.
Los detalles naturalistas y desgarradores
han sido reflejados en el decisivo “Informe Congo”. Allí dio a conocer los
pormenores de una irrisoria cifra de diez mil nativos exterminados por la
consecuente explotación.
El afán de caer al vacío, transformarse
en un recuerdo, sobreponerse para que nunca se concrete el olvido: fue arrebatado
por el destino. Un verdadero estado de aflicción cardíaca y todo desaparecía: el
sonido, el movimiento, la cobardía, el escalofrío punzante y la vana idolatría
de que el pronunciamiento de la sentencia no se realizará. Ahora la existencia
real del sufrimiento y el futuro de un martíl condenado que la historia reivindicaría.
John Galsworthy abrumado, seguramente, ideó antes de caer del precipicio, que
acabar de una buena vez con su vida lo dejaría tranquilo. Fue muy comentado el
hecho en sí, pero realmente esto no ocurrió. John Galsworthy nunca se suicido.
El paso alcohólico, quizás, jugó una mala pasada a la espera de su amigo el
señor Roger Casement. Pero en realidad se acercó hasta un límite poco imaginado.
Un fuerte dolor en el pecho, paro cardíaco, y el devenir de un escritor que
siempre amó una promesa incumplida y la vida.
George
Bernard Shaw se reducía a cenizas. Nunca
llegó a someterse a su fuerte deseo de ser poeta. Su típico carácter irlandés,
alegre, simpático, precisamente oportuno para salir con la frase justa y
chispeante, fueron parte de su vida diaria. Conquistó miles de sonrisas con sus
ocurrencias. La muerte repentina de su amigo John Galsworthy complico sus
últimos años. Fue prematuramente competente en la dramaturgia y ese
calificativo mermó su idea de ser poeta. Además el señor Roger Casement le
imprimió en su inconsciente una frase que fue letal: músico, poeta y loco. Pues
el binomio de cualidades, la primera y
la última, eran reconocidas por sus amigos (su afición a la música ha sido ya
mencionada al igual que sus excentricidades que le confiscaron el segundo
calificativo). George Bernard Shaw nunca escribió un poema.
Una vez detenido, fue conducido a
Londres, donde fue sometido a un severo interrogatorio. Estando allí estalló la
sublevación, por lo que fue acusado de alta traición y sentenciado a morir ahorcado.
Esperó su ejecución en la prisión londinense de Pentonville. Las críticas de
quienes podrían ser sus adversarios nunca lo llegaron a mortificar. La nueva
visión del mundo, es decir, la caída de
un colonialismo, que nunca llego a solventar, simplemente al entender que era
la mera demostración del ejercicio de poder desmedido, a la cuál el señor Roger
Casement no se quería emparentar.
El indulto nunca llego. Finalmente el
señor Roger Casement fue ahorcado. Había
dejado escrito en un pequeño espejo ovalado de un frío baño de Alemania, con
delicada letra con lápiz labial: “No le crean nunca a esta persona”.
Versión extendida.
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