lunes, 4 de febrero de 2008

Retrato de un niño en plaza Francia.

Paleta de colores. Algunos ya secos, otros en proceso a serlo. A no ser más, diría. Amarillos, verdosos, azulados, tierras, y los perdidos colorado y negro.

En plaza Francia me senté en un banco oxidado. Hay árboles hermosos. Pasajes impecables y el contraste de vagabundos y viejas cogotudas de pintorescas capelinas y perfumes tan concentrados que persistían en el aire estancado de cuadras anteriores. Superando el hedor rancio de los mismos vagabundos, del excremento de los perros y de los cestos abrumados que rebalsan en contenido.

Las palomas son odiadas por mí, hasta que un imperfecto niño les arroja maíz. Alas plateadas filosas, cabezas de esmeralda tiesas, picos con musgos secos y patas con formato de ciempiés se tornan amables, tal vez (me cuesta decirlo) amigables.

El niño se pone contento con el impacto del maíz en la baldosa gris. El comer de las palomas o la observación previa le es indiferente. Congele en mi retina al nene con su bolsita de maíz, sus alpargatas negras, su enterito azul petróleo y la remera color ocre. El sol radiante lo teñía de brillantina.

Un viejo perro blanco que por su aspecto no dudo que era de la calle paseaba desparejo al alcance de mi vista. Del pasto soleado hasta el pie de un gran árbol que en su alcance esparcía sombra reparadora. El viejo perro blanco parecía que de reojo espiaba al niño, como yo. Como yo los miraba a los dos.

Repentinamente decidí pintar en ese momento, algo en mi interior me lo indicaba. La luz todavía me acompañaba agradable. No tenía todos mis elementos. Lamente no tener retardador para los acrílicos. El viento me jugaría una mala pasada. A mano alzada comencé el retrato.

Raro. Me había gustado mucho como había quedado, más aún la luz clara que jugaba con su cara, su pelo y sus ojos. En un arrebato de caradurez pensé en mostrarle al niño el retrato. Si lo quería se lo regalaba.

El viejo perro blanco que lo había dejado de lado, tosco, casi a los tumbos se acercó a mí. Pobrecito tenía un ojo con cataratas, me dio pena. Pero lo llevaba bien. Le di unas galletas y volvió a la sombra. Acurrucado descansaba de la vida asumiendo sus limitaciones.

El niño apretando el extremo de la bolsa empezó a agitarla. El ruido atrae. Era la hora de darle el retrato. Me acerqué elaborando argumentos por si el niño era desconfiado. Lo saludé cordialmente, le comente mi temor a las palomas y le mostré el retrato.

Como resurgiendo del cansancio el viejo perro blanco se aproximo ladrando. El niño escapó. Avergonzado por la mirada de los demás. El colectivo no logro detener la marcha y el niño ciego murió en el acto. Varios días después supe que el viejo perro blanco murió solo de tristeza.

Al pintor nunca más se lo vio en plaza Francia. Ahora está retomando la pintura. La fobia a las palomas se magnificó. Ya no puede mirar a los ojos. Repite muertas naturalezas. Un viejo perro blanco. Y un niño vendado rodeado de palomas.

2 comentarios:

Fernando dijo...

¿Lo editaste?

Bien, me gustó. Pero hasta ahí, porque tengo algunas reservas sentimentales respecto a Pza. Francia.

Lighten Angel dijo...

Triste. Y lindo.

Un abrazo.