Una lágrima salada y tibia se desprendió hasta toparse con la cadera de la nariz. La gota funcionaba por ese entonces como una lupa que aumentaba ferozmente las pecas esparcidas y perdidas por la piel. El choque fue tan intenso que la disparó a la mitad del recorrido anterior. Luego en cámara lenta volvió a nacer como un salto mortal de las remotas alturas. Como hacen los orientales cuando se lanzan del precipicio clavándose en su fin felizmente cubierto de agua. La salada y ahora fría gota del sollozo iría a nadar al surco, que se forma contorneando la boca ajeada de tanto tragar humo. La lengua gris hambrienta de sed, la devoraría de un soplido comprobando el sabroso gusto. Fue tal el deseo de seguir tomando ese líquido, que los ojos marrones les pidieron a las pestañas que se incrustaran en ellos para que abran la cascada del llanto. Este no era ni de felicidad ni de tristeza, solamente gula.